lunes, 24 de junio de 2013

RELATO DE UN VIAJE

Al norte del río Dojuí y al este de los eternos montes helados de Katjonha,  se encuentra una pequeña aldea enclavada a 3,127 metros de altura, con tan sólo dos mil habitantes que viven plácidamente la mayor parte del tiempo, porque cada siete años todo se moviliza, se trastorna, se acelera.

Por todos los caminos que llevan a Joduí se ven hileras de peregrinos, que  en su mayoría van a pie, otros montados en algún animal de carga y los menos, van bien acomodados en carretas.  En todos ellos anida el mismo deseo, llegar al santuario y contemplar a la Deidad.  Muchos de ellos ya han venido antes sin haber llegado a la cámara principal o quizá, aunque entraron, no estaban preparados para recibir el don que venían buscando.

Cada siete años  vienen de pueblos cercanos o lejanos y de más allá del mar.  Cada siete años – lapso aparentemente largo  - se tiene la oportunidad de recibir La Luz.  Para aquellos fervientes devotos de corazón, siete años es un tiempo muy corto, por lo que hasta después de haber pasado siete veces siete, a partir de su nacimiento, emprenden el primer intento.  Siempre y cuando el maestro, anciano o guía encargado de su instrucción considere que ya está preparado.

La gran masa, constituida por gente sencilla de corazón transparente, lleva dos rollos consigo, como su equipaje más valioso.  Uno en blanco, en donde se van anotando las peticiones, por más triviales que parezcan, durante los descansos a la vera del camino.  El otro es el que se presentó el 21 de diciembre, siete años atrás.

Ese día el Santuario abre sus puertas a los peregrinos, sin distinción de raza, credo, género o edad.  Hasta ese día, al alba, les es permitido leer el pliego de la visita anterior, para anotar en el nuevo pliego lo que no se les concedió, meditando primero la posible razón de tal ‘omisión’, la intención que motivó pedir lo que haya sido y. sobre todo, si todavía es de su interés.  Todo aquello que les fue concedido lo destacan con color vivo para poder recitarlo – sin omitir ningún renglón e incluso anotar todo aquello que se le concedió sin pedirlo – y cantarlo en la antesala que deben hacer antes de entrar al recinto sagrado, para glorificar a la Deidad por las dádivas otorgadas.

El Santuario se encuentra dentro de una montaña, llegando a la boca por un sendero de pendiente suave, pastos llenos de flores y un pequeño lago formado por el deshielo de la montaña, en donde hacen sus abluciones los monjes.  En el interior hay que recorrer varias grutas de regular tamaño  hermosamente talladas por la magia de la naturaleza, que pinta murales y esculpe esculturas de formas inigualables.  Anterior a la bóveda principal se encuentra una cámara inmensa  donde los peregrinos se preparan interiormente cantando su agradecimiento por las bendiciones recibidas.  Todos sentados en perfecto orden, según van llegando, en una fila sin fin que se prolonga de gruta en gruta conforme avanza el día.

Al momento de salir el sol, se abre la gran puerta de acero,  adornada con escenas de ‘milagros’ finamente cincelados y al ponerse el sol se volverá a cerrar por los próximos siete años.  El interior resplandece blancura – piso, muros y techo están hechos de sal, pulida o labrada, que despide iridiscencias diamantinas.  Al centro y formando un círculo hay doce esbeltas columnas de doce metros de altura, totalmente talladas con escenas de la vida de la Deidad.  Las columnas rematan en una enorme cúpula de filigrana dorada que sale al exterior, aunque es imposible verla desde cualquier punto a la distancia.  En el interior el círculo hay un altar redondo de poca altura del que emergerá la Deidad,  una vez que los devotos estén sentados en el tapetito que cada uno lleve,  colocando el rollo de peticiones frente a ellos y la vela que se les entregó al entrar.

Los doce monjes custodios se sientan en el interior del círculo con la espalda cerca de cada columna, pero sin tocarla.  Un canto de alabanzas brota de todas las gargantas , mientras del altar se va elevando una esfera blanca hasta cierta altura para ser visible por todos.  Las luces del salón se van apagando paulatinamente y cuando el canto termina todos permanecen en total arrobamiento, con los ojos cerrados.  La esfera empieza a girar sobre sí misma despidiendo luces de todos colores, chispas en todos los tonos, que rebotan en las paredes produciendo la ilusión de fuegos pirotécnicos.  El juego de colores se prolonga por un buen rato, mientras se oye el suave tintinear de cristales y luego… lejanas campanas que tocan al vuelo.  La entrega espiritual de todos los presentes es total, legítima, indudable.  En ese despliegue de elevación muchos de los que fueron preparados por sus maestros  y llegaron buscando ‘la señal’, reciben en el centro de la frente un rayo de luz brillante, tan intensa que no se puede ver.  Al penetrar el rayo, tan sólo por un instante, les deja pintado en el entrecejo un punto blanco, como distintivo.

Al terminar las rotaciones, la esfera desciende hasta quedar oculta en el  níveo altar, nuevamente.  Las luces de las velas, que parecían haber desaparecido, vuelven a iluminar el lugar produciendo un aspecto mágico, simbiosis entre lo externo y lo interno.  Muchos son los que se retiran procurando mantener viva la llama de su vela para llevar esa ‘luz’ a su hogar.  Van saliendo por una puerta contraria a la que entraron.  Pero aquellos que recibieron la señal pasarán a otra cámara, quedándose en el Santuario para seguir su instrucción.

Así, hora tras hora, se abre y cierran las puertas del Santuario Blanco.  Permanecen adentro aquellos aspirantes que tras años de dedicación encontraron un descanso temporal, para continuar su camino con la ayuda de maestros superiores.  Los que regresan van cargados de entusiasmo por vivir, con la seguridad de que sus plegarias han sido oídas, con el deseo de volver para dar gracias por todo lo que recibirán, pues saben que las peticiones anotadas en el rollo que cada uno lleva bajo el brazo, les serán colmadas.

          < < < < < - - - - - > > > > >     1990

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