domingo, 30 de octubre de 2011

Una ilusión para vivir

La figura del anciano se veía iluminada, como si de su cuerpo emanara una clara y apacible luz al tamaño de su aura.  Más allá de él todo se había ido oscureciendo, como si la noche lo hubiera envuelto.  De una pequeña libreta de notas que sostenía entre las manos, recargada sobre la orilla de la mesa, leía unos versos que según comentó había escrito en su juventud.

La mayoría eran de línea romántica y bien elaborados.  Al oirlos Alicia sintió que sólo su madre podía haberlos inspirado, pues las demás mujeres que cruzaron por la vida de su padre, no habían sido sino aventuras, mujeres sin valía.

Embelezada seguía palabra por palabra y absorbía con vehemencia el sentimiento con que aquel cuerpo marchito se estremecía, hasta hacerlo llorar.  Aquella lectura le confirmaba el gran amor que había existido entre sus padres, cuando ella nació.  Una gran alegría asomó a su alma - había sido fruto de un  verdadero amor.  Esa certeza le dio la fuerza para saber que en adelante podría vivir más tranquila, sin importar los años de abandono y la distancia que él había mantenido siempre.

Al terminar los versos, la realidad tomó el mando nuevamente y la negra cortina se fue levantando, apareciendo paulatinamente las figuras de los demás invitados, sentados a ambos lados de la larga mesa del comedor.  En la cabecera estaban, como siempre, su padre y aquella mujer que Alicia odiaba tanto - la que le arrebató la protección, la seguridad y el amor que le correspondían.  Sin embargo, la toleraba porque parecía que había hecho feliz la unión, aunque 'esa' no perdía la oportunidad, soterradamente, de hacerla beber copas de amargura cuando los visitaba.

Tan ensimismada estaba en sus dulces pensamientos, que no se percató de que los invitados ya se retiraban, hasta que alguien se acercó y la 'despertó'.  Sin pensarlo dos veces se levantó y también se despdió.  No, esta vez no se quedaría a dormir, arguyendo que tenía cosas urgentes al día siguiente.  Apenas un beso, un adiós y sin querer pensarlo mucho salió casi corriendo, apretando en su pecho algo demasiado valioso que había obtenido y no estaba dispuesta a perder.

En ese regreso a casa no hubo lágrimas, como siempre ocurría.  Fue la primera vez en que su enorme necesidad de amor  no se había hecho mayor, sino que había sido colmada.  Llevaba la seguridad de algo hermoso,  de que algo positivo exitió en aquellos primeros cuatro años de su vida en familia.

Era tan valioso ese sentimiento, que para no perderlo, jamás volvió.

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domingo, 23 de octubre de 2011

Al otro lado del agua

El viejo reloj dio nueve campanadas, que resonaron en la enorme pieza donde estaba, de pie, ante la ventana, como vigilando el armónico devenir de cada instante.  Era la hora en que acudían los murciélagos, puntuales a la cita, jalando con sus hocicos la niebla del bosque hasta cubrir la mansión.

Un poco más tarde, como en cada plenilunio, salió el mago en un corcel de ébano, en el que cabalgaba hasta la catarata para llegar en el momento en que la luna alcanzara el cénit.  Disfrutaba en contemplar las luminicencias que titilaban entre las aguas bajo los rayos selenitas, como pequeños pececillos tornasolados. 

El estrépito del agua al caer producía altas descargas de electricidad que, combinadas al magnetismo lunar, el mago absorbía por sus extremidades, aumentando así sus poderes.  Al bajar sus brazos, antes extendidos hacia la luna, abrió sus ojos y volteó a ver el otro extremo del ancho caudal del río.  Por primera vez descubrió un grupo de jóvenes con amplios vestidos de diversos colores que disfrutaban del fresco nocturno, jugando y bailando.  Se quedó absorto contemplándolas.  De improviso, quizá a una señal que él no escuchó, todas se reunieron para internarse en el espeso bosque.  Entre ellas distinguió una larga y flotante cabellera rojiza.  Aguzó un poco más la vista y pudo distinguir las bellas facciones de la mujer, quien al parecer se había percatado de su presencia, pues volteó y le sonrió.  El mago quedó intigado, sin saber cómo interpretar aquel adorable gesto.  No importaba, su corazón se llenó de júbilo y la fuerte certeza de que habría un encuentro próximo.

Unos días antes de la siguiente luna llena su esperanza se cristalizó al recibir una invitación para que fuera a visitarlas.  Con ansias contó los días y cuando llegó el plenilunio salió en su negra montura, con tiempo suficiente para estar del otro lado del río cuando la luna estuviera en lo alto.  Al llegar a la orilla alcanzó a ver el grupo de muchachas que lo saludaban y entre ellas, la dama soñada.

El caballo atravesó las aguas apenas rozándolas con sus pezuñas, hasta pisar la otra orilla.  El desmontar, el mago se vio rodeado del alegre grupo de damitas que le dieron la bienvenida.  Por un sendero lo condujeron al interior del bosque hasta llegar a una extraña construcción blanca y muy grande, que brillaba como si estuviera hecha de azúcar.  Traspasaron una amplia puerta con cuadros transparentes en los que se veía, como biseladas, figuras de hadas y gnomos.  Continuaron por un largo corredor que desembocaba en una sala circular completamente vacía.  Sus anfitrionas se retiraron dejándolo ahí.

Una vez solo, volteó alrededor en espera de algo o de alguien.  Al percatarse en el movimiento de sombras y luces en el piso, volteó hacia el techo que estaba formado por una gran cúpula translúcida con figuras alegóricas, pero que permitían admirar la brillantez de las estrellas y de la luna, que en ese momento se encontraba en el centro de aquel gran ventanal.  Se quedó arrebatado por el efecto que le producía, hasta que sintió una presencia.  Ahí estaba ella, bañada por la luz celeste del domo que aumentaba su belleza; serena y sonriente lo observaba.  Con un dulce gesto lo llevó a un asiento largo, sin respaldo, tapizado en azul pizarra, donde se sentaron.  Dos hermosas mujeres de tez morena colocaron una mesa baja y rectangular a un lado y otras pusieron en ella diversas viandas.  Por último, trajeron dos copas de cristal bellamente labrado y de una jarra que hacía juego, vaciaron un líquido entre blancuzco y dorado, algo espeso, que se veía y olía delicioso.

Brindaron y comieron mientras ella le contaba la historia de su pueblo:  su origen, su larga existencia, sus luchas y sufrimientos que las motivaba a ir cambiando de sitio para contemplar la luna llena, a la que dedicaban diversos rituales.  El mago estaba totalmente atento a lo que le contaba la hermosa mujer, sintiendo que su voz lo envolvía, la música que apenas percibía lo mecía con suaves cadencias; se empezó a sentir extraño, una sensación desconocida lo elevaba y le parecía que sus pies ya no tocaban la tierra.  Recordó la pócima que traía escondida, preparada por él mismo, para protegerlo contra cualquier tipo de hechizo, ya que no tenía idea quiénes eran ellas y cuáles sus intenciones al haberlo invitado.  Así que muy discretamente lo vertió en su copa.  Más tranquilo se dejó llevar a través de todos los senderos celestes que la mujer del cabello encendido lo conducía..

Después de la tercera copa cayó en un profundo sopor.  Lo acomodaron en el misma banqueta y lo dejaron a que las hierbas hicieran su efecto - llevarlo a las estrellas durante la noche.  ¿Sería posible que hubieran encontrado al primer hombre en entender y aceptar su esencia femenina?  Parecía tan sensible y profundo.  Lo sabrían al día siguiente, después de hablar todo lo necesario.  Sin embargo, el mago despertó antes del amanecer, sobresaltado por sueños apremiantes.  Sin pensarlo mucho, buscó por todas partes a la mujer de la cabellera rojiza, que tanto anhelaba para raptarla.

Cuando caballo y jinete iban atravesando el anchuroso río, el cielo empezó a clarear.  El mago apuró el corcel para evitar el sol y sintió como el cuerpo que llevaba entre sus brazos empezaba a perder peso.  Los ojos de lla se llenaron de tremenda cólera y, aún con la mordaza, escuchó claramente que ella le decía:  necios, su ambición por poseerlo todo los pierde.  Al tocar las pezuñas de su montura la orilla, el cuerpo de la amada se había volatizado.  Entre sus manos quedó tan sólo el lazo plateado que sujetara sus cabellos.

El mago continúa fiel a su cita con la luna.  Y entre el estruendo de la catarata ahoga sus gritos llamándola.  Desde entonces, en la otra otrilla tan sólo existe un extenso campo de trigo.

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lunes, 17 de octubre de 2011

Una flor en invierno

La primera vez que entré en aquella casona no podía imaginar la riqueza que podía existir en un lugar tan deprimente y frío.  Se percibía el abandono de la construcción.  Sus altos techos dejaban ver cómo la humedad se había adueñado de las paredes, llenas de salitre y vestigios de pintura envejecida.  Como empleado de Hacienda, llegué con otros cuatro compañeros para efectuar una auditoría de los dos últimos años en la administración del lugar.

Al traspasar la puerta, nos guiaron por un amplio corredor con cuartos a un solo lado, bastante grandes, que fungían como oficinas, entre los cuales estaba la enfermería , si se le podía llamar así a la precaria instalación, frente a la cual estaba la salida al patio.  Al final, una escalera de madera con escalones carcomidos por la polilla, por la que subían los ancianos a sus habitaciones.  A un costado de la escalera estaba el comedor general para los asilados y a su derecha se veía una pequeña salita donde comían el administrador, los jefes y el doctor, cuando se aparecía.  A la izquierda estaba el salón de descanso, juegos y televisión, con muebles tan antigüos y deteriorados como los habitantes de la casa.

El Administrador en persona nos condujo a una habitación que servía de bodega, con tres escritorios sobre los cuales se apilaban cajas repletas de papeles, las que amontonamos sobre otras pegadas a las paredes.  Ahí nos instalamos con las carpetas llenas de documentos que llevábamos para trabajar, las sumadoras y nuestro inseparable tocacintas, porque a esa edad no se puede vivir sin música.  Aunque ahora el estilo es muy diferente, me es más imprescindible para llenar las tristezas del alma.

De inmediato se notó nuestra presencia en aquel sitio habitualmente callado y tranquilo.  El "carita" del grupo era Andrés - alto, fornido y no feo - era el rompe corazones de todas las muchachas y otras no tanto, pero que igual se derretían por él.  Las enfermeras suspiraban cuando pasaba y las oficinistas se peleaban por una sonrisa suya.  A nosotros no nos afectaba, ya que él las atraía y luego había para todos.

Comíamos con los "huéspedes" y pudimos hacer buenas migas con algunos que nos contaron sus hazañas juveniles y también sus sinsabores.  Como entre ellos había 'grandes' futbolistas, después de comer salíamos al gran patio polvoriento a darle patadas al balón, tratando de meter gol.  Nos transmitían su entusiamo y esfuerzo, que entonces no percibimos y es ahora que comprendo lo que es  correr detrás de un balón a esa edad.  Después de cincuenta años todavía recuerdo el rostro de muchos de ellos, sobre todo el de una viejecita con cabellos de espuma, encorvada y delgadita.  Se llamaba María, nunca supe su apellido.  Tenía entonces 85 años y 15 de vivir olvidada en aquel lugar. 

A los pocos días de nuestra llegada, aquella menuda figura de porcelana, María, empezó a instalarse en una banca del jardín, frente a nuestra ventana, por donde salían, en cuanto la abríamos, las notas estridentes del rock.  Durante las comidas a veces nos acercábamos a ella, aunque comíamos en una mesa aparte.  En cierta ocasión Mariquita le comentó a Andrés que estaba precioso y que si tuviera cincuenta años menos se casaría con él.  Tanta gracia le hzo a mi amigo que la abrazó y le dió un beso tronado en la mejilla y se le ocurrió regalarle, al otro día, su foto autografiada.  Después de aquello, su presencia en la banca era algo obligatorio.  Mientras nosotros trabajábamos, ella escribía cartas y versos muy bien elaborados, que después nos entregaba.  De vez en vez le aventábamos besos nacidos de la ternura que nos inspiraba su entusiasmo y la alegría que nos demostraba, creyéndolos algo innato que emanara de ella, pero que más tarde comprendimos habían nacido de nuestra presencia en aquella beneficiencia tenebrosa.

Después de cuatro meses terminamos el trabajo y levantamos "la oficina" provisional, nos despedimos de todos y presentamos nuestro informe al titular correspondiente.  Salieron a relucir muchas tranzas bien escondidas que el Administrador había hecho con el dinero que el gobierno destinaba para que esos viejitos vivieran dignamente.  Se pensó que sería destituido, pero al parecer tenía 'buenas palancas'.  Seis meses después volvimos a verificar que se estuviera cumpliendo con los lineamientos señalados.   Nos encantó la posibilidad de regresar a platicar con los viejos... amigos.  Fue entonces que nos enteramos que el mismo Lauro Arredondo, seguía de administrador y por supuesto nos recibió con frialdad, restringiéndonos el acceso a todas las áreas.  Únicamente podríamos transitar por el corredor para entrar a 'nuestra oficina' y de regreso a la calle. 

Al tercer día de abrir la ventana y poner a funcionar el tocacintas, nos extrañó no ver a doña Mariquita en su lugar acostumbrado.  Debía saberlo ya, la noticia se había esparcido como las cuentas de un collar reventado.  Por el comportamiento de todos los empleados era obvio que se les había prohibido que tuvieran contacto con nosotros.  Así que, después de una semana nos quedamos afuera esperando que terminara el turno de la enfermera para interceptarla.  La noticia fue impactante:  "después de que se fueron, doña María seguía sentándose todos los días en la misma banca, pero en algún lado perdió el retrato que contemplaba durante horas;  por más que buscó y rebuscó no lo pudo encontrar y bañada en llanto se sentaba ahí mismo para golpearse la cabeza en el respaldo de la banca... hasta que las contusiones la mataron, hace ya dos meses".

Todavía conservo dos de las cartas que me dio, pues nos escribía a todos mientras pasaba las horas sentada en aquella banca, que iluminada por los rayos de la tarde parecíame una figura de Lladró.  Por supuesto Andrés recibió una cada día y a los demás nos tocaba una por semana.  En ésta leo:  "le pido a Dios, todas las noches, que nunca se vayan, no quiero que la alegría de estos días termine, ni tener que decirles adios...."  Estoy seguro que a todos nos quiso, aunque por Andrés verdaderamente murió de amor.

Ahora que estoy en una banca parecida, en un lugar parecido, espero a que un buen día aparezca una hermosa muchacha que me haga vibrar nuevamente de amor, de ilusión, de espeanza por ver amancer otro día.  Porque siempre es sorprendente la maravillosa capacidad de nuestro espíritu, que a través del corazón, nunca se cansa de amar.
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lunes, 10 de octubre de 2011

Transmutaciones

Cuando llegan las mareas altas, los caracoles pintados en el cuadro del comedor cobran vida por las noches y se pierden durante varios días, sin que nadie sepa a dónde van, sólo se les ve pasar.

La dama del triste semblante atisba, desde su sitio en la pared principal de la sala, los movimientos de todos los demás.  En los últimos cinco años la he visto descender a la vida, siempre en la misma fecha - la llegada del otoño.  Recorre los jardines y se entretiene en hacer volar las hojas secas, que empiezan a caer, con el ala de su sombrero, que apenas las roza.  Se desliza como si flotase, sin dejar huella.  Sigue andando hasta perderse de mi vista, sin llegar a saber nunca hasta dónde llega.

Sobre el piano descansa un hermoso marco de plata y en él, la fotografía de un hombe apuesto vestido con uniforme militar.  Cuando la anciana, dueña de estos espacios polvorientos de recuerdos, se sienta a tocar piezas que la hacen soñar, el militar emerge del cuadro y se sienta cerca de ella:  juntos entonan viejas melodías.  Es entonces cuando el retrato se queda en blanco.  Luego se levantan, tarareando algún vals, recorriendo la enorme sala a los acordes de una orquesta imaginaria.  La arena del reloj sigue su tiempo y los enamorados no se percatan de nada.

Sin embargo, siempre a las 7:30 ella se siente exhausta - después de haber bailado ligera y graciosa como cuando se conocieron.  El militar la conduce a un sillón de respaldo alto frente a la chimenea, toma con dulzura su mano, la besa y se desvanece en el espacio.  Ella cierra los ojos, dibujando en sus labios una bella sonrisa. 

Al poco rato, por la puerta de la sala  entra la doncella, con el servicio de té, que deposita en una mesita frente a la anciana.  Está vestida de 'ballerina' y desde la lejanía viene la tenue música del Lago de los Cisnes.  La doncella empieza a bailar y aquella sala se transforma en un escenario, quedando la viejecita en las butacas de primera fila.  Los muebles y las paredes se han volatizado.

Absorta, sigue el desarrollo del ballet y se embelesa con la impecable realización que ella logró en aquel momento de su gloriosa despedida.  Al terminas, la ballerina toma de la mano a su presente y juntas se alejan entre la bruma que se ha apoderado del escenario.

Me quedo mirándolas hasta perderlas de vista, con la seguridad de que esta vez no volverán.   Mas no puedo hacer nada, por lo pronto debo esperar a que 'mi tiempo' llegue a liberarme, quizá para siempre.  Mientras tanto, en este lienzo que me aprisiona, cuento los días y espero...  serenamente, espero.

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