domingo, 17 de junio de 2012

INCERTIDUMBRE

Cuando abrí los ojos, el marco labrado seguía flotando ante mí.  ¿Sería bueno llevármelo y hacer el negocio del siglo?  Había venido en bicicleta a dar un paseo al Meco.  Después de caminar un buen rato, me senté en unos escalones a descansar.  De ninguna parte apareció una ventana por donde veía otro paisaje muy diferente a estas piedras donde me hallaba, su marco tenía un intrincado trabajo de relieves y figuras.  Parecía de metal, mas sin embargo, había recodos translúcidos, algo que nunca había visto.

Me levanté y fui directo hacia él para examinarlo con más detalle.  Alargué el brazo, la mano lo tomó, pero éste permaneció fijo.  al forcejear mi cabeza se introdujo un poco y alcancé a ver, varios metros abajo, una ciudad en miniatura:  todas sus calles estaban bien alineadas, con jardines alrededor de las casas y dominando el pueblito, un palacio.  ¿Sería el reino de los gnomos o serán muchos los metros desde donde lo veo?

En mi plexo crecía la curiosidad.  Saqué una moneda del bolsillo:  cara voy, cruz no voy.  La eché al aire y una ráfaga de viento se la llevó dentro del marco.  Ahí estaba, pero no alcanzaba a ver de qué lado había caído.  Me incliné sobre el marco para recogerla y se me cayeron los lentes.  Sin pensarlo, pasé una pierna para apoyarme y…

Quedé aturdida por el golpe.  De momento no supe qué sucedía.  Una ventisca suave sopló y, por unos instantes, el tiempo quedó estático.  Las partículas de polvo suspendidas brillaban en un punto fijo, como pinchadas en la superficie celeste de un pizarrón.  Había tanta quietud a mi alrededor.  Llené de aire mis pulmones.  Al máximo, varias veces. ¿Qué clase de alucinación era todo aquello?

Me levanté y en el horizonte pude distinguir un caracol del tamaño de la cebra que tenía junto y a la que miraba con cierto candor.  Me pareció que andaban extraviados, fuera de su hábitat.  Semejaban estatuas de arcaicas deidades, inmóviles, esculpidas  en otro plano, como si modelaran para un pintor etéreo.  Entonces se oyó un fuerte zumbido.  Al levantar la vista buscando el origen, comprobé que lo había producido un cable que bajaba desde una nube jorobada, que iba enroscando a esos dos personajes y de un tirón los ponía a girar como trompos.  Conforme la velocidad se iba incrementando los cuerpos iban desapareciendo, al igual que la nube, en la amplitud del cielo. 

En mi desconcierto recordé la moneda y la mini ciudad.  Ni rastro de nada.  ¿Me arriesgaría a seguir adelante en su busca o mejor regresaba?  Sin embargo, estas visiones tan extrañas me parecieron tan atrayentes, que bien podía ir a darme una vueltecita, al fin la ventana por donde había pasado todavía estaba ahí, suspendida de la nada.  ¿Pero seguiría estando cuando regresara?

Ahora sí había que pensar un poco la situación antes de actuar.  Busqué un lugar cómodo para meditarlo con suma paciencia.  Mientras la mirada vagaba por el entorno percibí un destello, que aparecía y desaparecía, detrás de una loma.  Me puse en pie de un brinco y sin pensarlo otra vez me dirigí hacia allá, sin acordarme de las nubes y la posibilidad de que me lazaran.  Pero aquel parpadeo me jalaba con tanta fuerza que ni miraba por dónde caminaba.  Cuando llegué a la cima, contemplé, atónita, aquel espejismo:  era un puente colgante ¡de cristal! tan frágil que el viento lo mecía y los rayos del sol lo hacían brillar al tocarlo.  Unía las márgenes de un ancho río.  Al otro lado se veía un espeso bosque.  Por lo visto los habitantes de por aquí sabían hacer cosas extraordinarias.

Obviamente, tenía que cruzar el puente.  ¿Resistiría mi peso?  Llegué hasta él y al levantar el pie para tocar el cristal una ráfaga de aire me condujo, de un extremo al otro, en un segundo.  Las cuerdas de un arpa, levemente heridas, vibraron con mi rápido cruce y sus notas quedaron flotando en el aire.  Frente a mí, un sendero se adentraba en el bosque de frondosos árboles.  Se oían los cantos de diferentes pájaros y algunos animales pequeños, que pasaban tan rápido que no alcanzaba a darme cuenta de qué se trataba.  Poco a poco fueron apareciendo construcciones de piedra, bastante altas, con escalera al centro.  Eran redondas y en la base tenían huecos que animaban mi curiosidad.  ¡Había que entrar!  El pasillo se veía largo, con las paredes blancas cubiertas de tablillas superpuestas, con inscripciones y figuras talladas.  Llegué a un cruce donde otro pasillo iba en sentido transversal.  En este punto un enorme candil de piedra, ricamente tallado, colgaba del techo abovedado.  Me paré justo debajo de él para admirar la filigrana y con sorpresa observé que dentro de aquella “olla” la luz era blanca, pero los rayos que esparcía hacia cada pasillo eran de tonos diferentes:  rosa, azul, amarillo y verde.  Me desubiqué y ya no supe por dónde había entrado.  Decidí seguir por el pasillo de luz amarilla, cuyo final no alcanzaba a ver.

Los muros seguían revestidos con tablillas grabadas.  Después de caminar un buen rato, llegué a un pequeño cuarto apenas iluminado, con paredes lisas y techo abombado.  Frente a mí, tres nichos, formando un triángulo.  Los dos inferiores estaban vacíos y en el de la punta estaba… ¡un Buda!  Me quedé desconcertada ¿había caminado tanto que llegué hasta el oriente?  Era el Buda de la Felicidad, con su túnica dorada y de su cuerpo emanaba la dicha que expresaba su sonrisa.  Me quedé observándolo unos momentos y me sentí reconfortada.  Ahí estaba, absorta en contemplación, cuando un ruido seco sonó a mi espalda.

En el claro de la entrada se dibujaba la silueta pequeña de un ser, con las piernas abiertas y un bastón en la diestra.  Apenas perceptible, su brazo izquierdo se levantó señalando la pared lejos de los nichos.  Me acerqué a ese punto.  Un orificio se fue abriendo, creciendo poco a poco, hasta casi mi tamaño, por donde veía el firmamento.  El impacto fue como si flotara en mitad de la nada.  Instintivamente alargué la mano, pretendiendo tocar las estrellas y suaves notas, como alas de insectos transparentes, me envolvieron.  Algo me jaló hacia atrás y caí sentada en el suelo.  Estaba mareada.  ¿Acaso estábamos volando en el firmamento?  El bastón golpeó dos veces a mi lado.   El hombrecillo me indicó que lo siguiera.

Cuando llegamos al cruce de los pasillos, el guía siguió por el pasillo azul, mientras yo corrí por el verde.   No veía el final, pero seguía corriendo.  Cuando sentí que ya no podía más me topé con una pared, no había salida.  Con desesperación golpee aquellas piedras y una de ellas cayó hacia afuera.  Por ahí pude ver el bosque.  ¿Sería el mismo que antes atravesé?  Necesitaba salir, así que me puse a jalonear las piedras alrededor del hueco.  Cayeron otras dos.  Con algo de esfuerzo pude salir, para caer por una pendiente suave, pero profunda.  Me quedé recostada un rato para recuperarme del cansancio y de los golpes.

Ahora ¿hacia dónde caminar… derecha, izquierda o de frene?  Para alejarme lo antes posible de aquella estructura, decidí ir de frente, aunque los árboles y la maleza eran abundantes.  Los sonidos ahí dentro eran diferentes, no se percibía el canto de las aves, mas bien eran ruidos roncos y el susurrante roce de las ramas altas que canturreaban  movidas por el viento.  Aunque la luz penetraba, al sol no podía ubicarlo en algún punto, para que me guiara.  Sin embargo, continué.  Tenía que llegar al límite, en algún momento tenía que acabar la vegetación… tal vez atravesada por un río… ¡Un río!  ¿Era un río lo que escuchaba o es que mi mente me hacía trucos?  No, el río lo podía oír cada vez más claro.  Corrí hacia él y probé su agua, era dulce.  ¡Qué delicia!   Era tanta mi sed como si hubiera cruzado el desierto.

Cuando descansé un poco, pude volver a pensar cómo salir de ahí.  Desde la orilla atisbé a uno y otro lado, pensando que lo más conveniente sería dejarme ir con la corriente…. ¿pero hacia dónde?  A donde fuera, pero lejos… Algo empezó a brillar a lo lejos.  ¡Era el puente de cristal!  Estaba salvada, todo era llegar hasta él, cruzarlo y buscar el marco por donde entré.  Pero, no resultó tan sencillo.

Eché a andar hacia el puente, que veía cada vez más cerca.  Un poco antes de llegar a él, el marco apareció frente a mí.  ¿Cómo había llegado, es que mi deseo lo había atraído?  Algo me inquietaba, había algo raro.  Pero… ahí todo era raro.   Examiné bien el marco… sí, era el mismo.  Me introduje pensando que volvería al Meco.  Sin embargo, me encontré caminando tras el hombrecillo por el pasillo azul.  No podía entender lo sucedido, me sentí su prisionera y le seguí.

Caminamos durante un tramo que me pareció eterno, cada vez me sentía más débil e incapaz de dar otro paso.  En el momento en que me derrumbé, llegábamos a un espacio que no pude determinar.  Escuché muchas voces y risas alrededor.  Un buen chorro de agua me resucitó.  Al incorporarme, quedé sentada entre una veintena de hombrecillos que me miraban, cuchicheaban y parecían divertirse a mis costillas.

Al observarlos, todos me parecieron iguales.  Sin embargo, uno de ellos llevaba una cinta en la frente, de color rosa fuerte.  Se acercó a mí y se me encogió el estómago ¿me quemarían en una pira como regalo a sus dioses? Mas su sonrisa era benévola y su mirada tierna.  Lentamente acercó su dedo índice hasta mi entrecejo y sentí como si un pica hielo ardiente me traspasar el hueso.  Fue sólo un instante, que me obligó a cerrar los ojos.  Al abrirlos el recinto era bañado por una luz rosada, emanada de ninguna parte.  Ante mis ojos pasaron con gran rapidez, escenas de la historia de ellos y sin palabras oía en mi cabeza la explicación que me daban.

Al terminar, que estoy segura fueron unos pocos minutos, pude comunicarme con ellos en su lengua.  Les hice mil preguntas, mientras   otros de ellos traían viandas con manjares desconocidos y jarras con brebajes exquisitos.  Me pareció que la fiesta duraba mucho tiempo, aunque no quería que terminara, todavía tenía mucho que preguntarles.  Sin embargo, llegó el momento de la despedida.  No me pidieron nada a cambio, puesto que ellos elegían a quienes daban entrada.  ¿Por qué a mí? les pregunté.  Pronto lo sabrás, dijeron.  Y haciendo un círculo en el aire, el guía hizo aparecer ante mí el marco labrado.  No había nada más que decir.

Nuevamente estaba en el Meco.  Giré sobre mis pies y no pude ver nada fuera de lo habitual.  ¿Qué había sido todo aquello? Por la posición del sol, habrían pasado ¡dos o tres horas!  A lo mejor me había quedado dormida y la insolación me hizo ver todo aquello.  Sin ganas de seguir pensando en lo mismo, recogí mi bici y me fui a casa.  Aunque dentro de mi quedó la incertidumbre:  pronto sabrás por que fuiste elegida.  Pero en mi realidad, cuánto tiempo será  ‘pronto’.

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