domingo, 5 de febrero de 2012

OBSESIÓN

Una vez más salió volando por los aires.  Su cuerpo rebasó el metro de altura y al aterrizar, según sus cálculos,  fue a dar sobre una torre de refrescos.  El estruendo se percibió en todo el supermercado, como si hubiera tronado una enorme bolsa de papel.  Tanto empleados como clientes  se agacharon, escondiéndose, sin saber de qué,  tras  los anaqueles  y poco a poco fueron asomando la cabeza para ver lo que había ocurrido.  La bola de curiosos fue aumentando: unos  lo disfrutaban y otros se espantaban.  Empujando como pugilista que llega al ring, se fue abriendo paso el gerente de la tienda, un tipo alto, delgado, con cara angulosa, bigote recortado y unos anteojitos  redondos con aros de metal,  a la Harold Loyd.

El accidentado se encontraba medio enterrado entre las botellas, que bañaban con ríos de colores el pantalón de mezclilla raída  y una camiseta con el logotipo deslavado.  El escuálido bípedo no hacía ningún esfuerzo por salir de ahí.  ¿Estaría desmayado, o quizá desnucado?  Uno de los clientes alargó el brazo con intención de tocarle el cuello,   al tiempo que un penetrante grito, casi en su oreja, le dejó la mano suspendida en el aire como planeando. “¡No lo mueva, llamen una ambulancia!  Sí, claro ¿no hay un médico aquí?”  Todos voltearon buscando quién dijera yo.

Mientras tanto, Efigenio García, gerente de “La Manzana Dorada”, se estiraba por sobre la gente semi agachada alrededor de la víctima, buscando entre los  pasillos el anuncio “Peligro piso mojado”, la cubeta y el trapeador,  que había visto hacía pocos minutos, pero no había nada.  No es posible, estoy seguro de que estaba el letrero, precisamente  por donde vino patinando este individuo...  Algo le brincó dentro.  Volteó de inmediato buscando la cara del  hombre que continuaba desparramado entre las botellas, quien tenía un ojo medio abierto (¿observando?) y al toparse con el de Efigenio, irónico, le guiñó.  “No puede ser, ¡otra vez me fregó ese desgraciado!”

                           
Cuando despertó, Romualdo Macías se encontraba en la cama de un hospital.  “Ya necesitaba un poco de apapacho”, pensó para sí.   “Tantos días de trabajo buscando la oportunidad, me agotaron”.  Le dolía la cabeza y al levantar el brazo para tocársela, se dio cuenta que la mano estaba vendada, dejando ver rastros de sangre en sus uñas pulcramente manicureadas.  Se sobresaltó. Instintivamente, volteó a verse la otra mano - estaba igual.  “¿Qué me pasó?  ¿Qué les han hecho a mis delicadas manos?”   En ese momento entró al cuarto el doctor.   Romualdo, sin poder articular palabra, reflejaba el espanto en su cara morena.  Levantó las manos y con sus hermosos ojos  pedía una explicación.  “No se preocupe usted, no es nada serio.  Unas botellas se rompieron y le cortaron las manos, pero en unos días estará todo bien.  Ahora descanse”.  El enfermo asintió con la cabeza,  resignado, tratando de esbozar una sonrisa, que se quedó en una mueca de profunda angustia.

Mientras la medicina que le dieron hacía efecto, sus pensamientos se atropellaban por fluir.  “¿Cómo había podido pasar esto?  Sabía que habría golpes, como en las ocasiones anteriores, pero esto...  no puede ser!  Me distraje al esconder el aviso, y esas botellas no estaban  ahí ayer.  ¿Por qué no pusieron mejor rollos de papel?  Esto es peor que una pesadilla”.   Con la ayuda del sedante los pensamientos iban desapareciendo.

 Sus manos le afligían  mucho, eran lo más importante para él.  “Un caballero se distingue por sus manos”, decía siempre su tía Ivi  (¿Ivi, de dónde  salió ese apelativo?).  Ella y la tía Elvira llenaban sus recuerdos infantiles,  junto con la tía Pupu, a quien él había rebautizado así (de eso sí me acuerdo) porque de pequeño no podía pronunciar Refugio.

El medicamento poco a poco lo fue envolviendo en la bruma del sueño.  En él aparecieron las tías con sus faldas largas y oscuras, el cabello recogido en la nuca, como correspondía a su edad.  “Pero ¿cuántos años tienen?”,  les había preguntado alguna vez, “Ay, Romy, a una mujer no se le pregunta nunca la edad, pero para darte gusto te diremos que nos estamos acercando a los cuarenta!”  También apareció su amiguito Arnoldo, que no perdía la oportunidad de fastidiarlo, “ni siquiera comes un mango sin tenedor por no ensuciarte tus manitas, pareces vieja,  ya ves que no es tan bueno que tus tiítas te cuiden tanto, es mucho mejor ser huérfano”.

Las tías siempre cuidaron con esmero sus finas manos, de largos dedos  Deseaban que fuera pianista, un gran concertista.  “Ya sabes que debes proteger tus manos, que nacieron para el arte y las caricias.  Deja el martillo a los criados, no sea que te salgan ampollas o callos”.  Las veía como siempre, durante la sobremesa, platicando, mientras una juntaba todas las migajas en el mantel de lino blanquísimo con un cuchillo de alpaca, que a manera de un pequeño buldozer levantaba y acomodaba las virutas formando diferentes  figuras geométricas, mientras  otra amasaba el migajón que nunca le gustó comerse y formaba  flores hermosas que él coleccionaba y la otra iba escribiendo las compras del día siguiente.  Las tres tenían sus manos bien cuidadas, blancas y tersas, que untaban con cremas especiales y cubrían después con guantes de algodón para dormir. Y a él lo habían acostumbrado, desde pequeño, a seguir el mismo ritual.  Entre esas brumas apareció el profesor de piano exigiéndole repetir una y mil veces la misma escala, por años.  Por favor, tiítas, no me obliguen a pasar esa tortura todos los días, les prometo....  Por favor, no me hagan ir a la escuela, la maestra es muy cruel y me obliga a trabajar con plastilina, les prometo....

A los tres días salió Romualdo del hospital, casi recuperado de los golpes, pero con la recomendación de cuidar las heridas en sus manos, que no habían cicatrizado del todo.  En el nosocomio le entregaron el cheque por la indemnización que  “La Manzana Dorada” tuvo que pagar, ante la demanda presentada por el Lic. Arnoldo Vidrioso, su amigo del alma. “Ahora sí, manito, creo que mejor cambias de rumbo o de ciudad, porque aquí ya estás muy visto;  y cuida bien ese dinerito mientras  te compones de las manos.  Y manténlas bien envueltas para que no se te maltraten, si no… ¿de qué vamos a vivir?.”

Aunque las indicaciones del médico eran curarse las heridas dos veces al día, Romualdo lo hacía con febril ansia 6 ó -7 veces.  Levantaba las incipientes costras y se tallaba fuerte con zacate y jabón de lejía, untándose profusas cantidades de la pomada que le dieron y terminaba enrollándose una larga venda que le cubría casi hasta el codo, a pesar de que le indicaron que dejara respirar las heridas para que secaran y, si acaso quería cubrirlas, que usara sólo gasa.   “No soporto ver esas heridas.  Ahora sí no puedo hacer nada, sólo sentarme a contemplar estas vendas que me asfixian, que me taladran la cabeza.  Mis delicadas manos, nacidas para acariciar....”    Al morir las tías, sin oficio ni beneficio, la herencia que le dejaron pronto voló, junto con la servidumbre.  Sólo le quedó su casa de Rébsamen, demasiado grande para él y las diversas compañeras que había tenido,  que duraron corto tiempo, ya que pretendía que ellas cubrieran la situación financiera.
 
Por tercera vez en el mes, el doctor Zetina llegó a visitar a Romualdo. “No me explico lo que ha sucedido, estas heridas deberían haber sanado hace tiempo.  No es necesario que se vende hasta los codos, ya le pedí que usara gasa.  Si no sigue mis instrucciones ...”   “Claro que hago todo lo que me dice, pero usted no sabe nada, de balde le dio Hipócrites el título.   Mire nada más  el hoyo de esta mano, casi se ve de un lado a otro.  Sólo falta que me caiga gangrena.”

Su amigo Arnoldo iba a visitarlo todos los días, para animarlo.  Él le ayudaba a cambiarse las largas vendas.  “No les hagas mucho caso a los matasanos, todos dicen que saben mucho, pero lo único que les importa es prolongar la enfermedad para sacar más billete.  Me dijeron de una pomada ‘milagrosa’ que cura TODO.  Mañana te la traigo y ya verás... ya verás”.

Pasaron los días y las cosas empeoraron. “ Dios mío es que me estás castigando porque desde que murieron las tías ya no voy a misa?  ¡Mira, mira mis manos!  ¿Por qué tuvo que caerme esta maldición, por qué no fueron los pies? claro, traía zapatos.  Imbécil, por qué no te fijaste antes de hacer tus acrobacias?  Por favor, tiítas ayúdenme, no puedo dormir, no tengo ganas de comer, me siento tan solo. ¿Por qué no están aquí conmigo, ahora que tanto las necesito?”

A los quince días, demacrado y sucio salió de la casa, tomó un taxi y fue al consultorio del Dr. Zetina ,en la clínica donde lo atendieron.  Entró directo, sin anunciarse, y como pudo abrió la puerta.    “¡Míreme doctor cómo estoy,  usted tiene que hacer algo!”  El galeno se levantó de súbito.

 “Siéntese, por favor, déjeme quitarle todos esos trapos, que se empeña en seguir enrollándose..  veo que hay una fuerte infección.   Esta crema verdosa, ¿qué cosa es?   Lo tendremos que hospitalizar de inmediato, para..”

 “¿Es qué me va a operar?  ¡¡¡Me va a cortar las manos!!!”

 El médico  impresionado y titubeante, contestó: “No le puedo asegurar nada en este momento.  Es necesario hacer varios análisis antes de ... seguir adelante.  Y créame que haremos todo lo posible por salvar sus... “

 Romualdo se le abalanzó tratando de cogerlo,  lleno de rabia y desesperación.  ¡Maldito, tú me has hecho esto, te voy a matar, con estas mismas manos que has destruido...!

Debido a los gritos, entró una enfermera, que al ver al paciente corriendo enloquecido detrás del doctor  llamó a los enfermeros.  Entre tres lograron desprender a Romualdo de encima del doctor que ya estaba en el suelo, con la camisa y la bata manchadas de sangre y pus.  Como pudieron, le inyectaron al enloquecido Romy,  un calmante y lo soltaron hasta que quedó noqueado.

“Hay que operar de inmediato, la infección está muy avanzada.   Alguno de ustedes localice cuanto antes, a su amigo Vidrioso para que nos dé la autorización de llegar hasta dónde sea necesario para salvarle la vida”.

En menos de media hora acudió Arnoldo al llamado.  “Pero, doctor, está seguro que no es posible salvarle las manos?  Ya me lo figuraba, esa cochinada de crema que se estuvo poniendo, recomendada como una maravilla por no sé quién, a lo mejor...  Imagínese doctor, somos amigos desde chicos -  éramos el príncipe y el mendigo - siempre nos hemos querido mucho.  Por supuesto que firmaré cualquier cosa que sea necesaria para que ustedes procedan.  Caray, que mala pata... sus manos fueron siempre una obsesión para él,  me temo mucho cómo va a reaccionar, si es que...

Dos semanas después, el Lic. Vidrioso fue a visitarlo al Hospital San Bernardino.   No pudo hablar con él, pues su estado era muy inestable.  Sin embargo, se comprometió a pagar la pequeña cuota mensual que se le pidió durante todo el tiempo que permaneciera recluido en tratamiento psiquiátrico.  Para entonces, ya se había instalado en la casa de su amigo, quien le había dado las llaves desde que empezó su recuperación.  Bien podía tener ese gesto de bondad.    Conociendo todos los tejemanejes de la abogacía, arregló los papeles de la casa para ser el dueño legítimo, conforme y dentro de los lineamientos que marca la ley.  Poco tiempo después, se sintió magnánimo  y orgulloso de pagar todos los gastos del sepelio, en el Panteón de Dolores, de su entrañable amigo de toda la vida,  Romualdo Macías.

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