domingo, 10 de marzo de 2013

LOS SIGNOS DEL AGUA

Nuevamente me encontraba ante aquella hermosa casona, tan llena de recuerdos, ostentando en su fachada cuatro balcones estilo porfiriano, cuyas puertas con cristales cubiertos por cortinillas de fina tela, firmemente sujetas a los visillos de metal dorado,  se abrían por las tardes para ver pasar a la gente  y a los pregoneros. 

La entrada principal la guarda una reja, luego un claro intermedio, casi cubierto por la bugambilia, tras lo cual está un gran portón de madera de dos hojas para dar entrada a  los coches  - que nunca hubo – y a los muchos amigos que llegaban a las frecuentes fiestas que la familia celebraba.  La construcción es en forma de U abierta hacia el sur y en el centro una fuente rodeada por un jardín de rosas y alcatraces.    En sus corredores se enfilan las altas macetas  con frondosos helechos que cubren las paredes, de los que nacen pequeñas bolitas, al principio verdes, luego amarillas, naranjas, hasta llegar al rojo. 

Frente al gran portón de la entrada se continúa un ancho corredor, semitechado por bugambilias, amorosamente cuidadas  por las manos del dueño de estos espacios.  A un lado una breva, más allá un limonero – del que los niños desprendíamos las hojas para cucharear el pinole que nos ofrecía la abuela.  Hasta el fondo se escucha el canto de los gallos y gallinas, el graznido de patos y gansos, junto al ladrido de los perros y los gorjeos de los pájaros en sus jaulas:  canarios, cenzontles, jilgueros, pericos….  Es una casa llena de armonía y vida.

En un momento dado, me encuentro dentro de una de las habitaciones – la recámara de la abuela – jugando con una moneda que lanzo al aire, tratando de tocar los finos tubitos, que como olas están engarzados en coronas de latón, conformando un espléndido candil, suspendido de una de las vigas del alto techo.  Por distracción la moneda se resbala de mi mano y rueda debajo del ropero – señorial y enorme, con dos grandes lunas de espejo francés.  Me hinco y alargo la mano tratando  de recuperar la moneda y descubro una mancha de humedad, no muy grande, que rasco por curiosidad.  Entonces empieza a emanar agua, así que trato de contenerla y jaló un trapo que encuentro a mano.  Pero no sirve de nada, el agua es cada vez más abundante.  Mientras recorro la habitación buscando algo con qué detener ese flujo, me doy cuenta de que todo el piso de madera es un charco de agua. 

Sin pensarlo mucho, salgo corriendo, atravieso el jardín, cruzo el portón y corro por la calle en busca de ayuda.  Después de recorrer varias cuadras encuentro a un plomero que accede a ir, en ese instante, a revisar la fuga.  La angustia me hace caminar con rapidez.  Al llegar encuentro el portón cerrado e imposible de abrir, ni aún con la ayuda del hombre podemos lograrlo.   Como si una gran presión interior lo impidiera. 

No sé cómo, nos subimos los dos a la zotea, para descubrir que todos los espacios están llenos de agua, que falta muy poco para que llegue al bode donde estamos.  Me siento aturdida.  No logro comprender cómo subió tan rápido el agua.  ¿Por qué no sale por las rendijas, por las ventanas o por debajo de las puertas?  ¿Cómo es que se mantiene herméticamente encerrada entre los muros?

De pronto me acuerdo de todos los animales ¿se ahogarían?  No, siento la seguridad de que no había nadie en la casa cuando salí a buscar ayuda.  Al cruzar el jardín el silencio era total, no había ni un ser vivo.  Internamente lo supe, por eso no busqué a nadie.

Ante estos hechos mi angustia y desesperación aumentan tanto que no puedo contener el llanto.  Con los ojos turbios por el llanto, que no cesa, me percato de que el nivel del agua va bajando.  Es tal mi asombro que mis ojos se secan.  Y el nivel del agua vuelve a subir.  ¿Cuánto tiempo tendré que llorar para que toda el agua desaparezca?

Mientras tanto, de la mancha húmeda debajo del ropero de la abuela, sigue brotando el agua.

                < < < < < - - - - - > > > > >       1986

No hay comentarios:

Publicar un comentario