domingo, 20 de mayo de 2012

PENSIÓN BALVERDE

A las horas del anochecer, cuando el sol remite sus rayos de energía, los suspiros que salen por debajo de las puertas en aquel edificio para señoritas, empiezan a rodar por los pasillos y, a veces, se quedan atascados por los rincones.  Mas cuando el día está lluvioso la cantidad de suspiros aumenta, tanto que corren por todas partes y se precipitan por la escalera hasta la puerta de la conserje, quien los atrapa y los va metiendo en sacos de lona.

Cuando la hora de cerrar el portón ha llegado, Camelia, amplia y frondosa como una flor, de tez pálida y hermosos ojos, que en su tiempo atrajeron muchos abejorros a libar su miel, lleva los sacos a su habitación, en la planta baja, no lejos de su lugar de trabajo, para atender cualquier imprevisto .

En su estudio, aparte de la cama matrimonial y un gran ropero de caoba, tiene una mesa redonda, no muy grande, que contrasta con los otros muebles y una silla que usa cuando se pone a escribir versos, su pasatiempo favorito.  Hay dos ventanas a la calle, una cerca de la cama y la otra junto a la cocineta, en donde prepara sus alimentos.  Acomoda los sacos junto a la mesa y del ropero saca cinco libros voluminosos.  Se sienta y jala hacia ella uno a uno de los sacos, para ir separando su contenido:  los suspiros que sólo guardan exhalaciones profundas los pincha como globos; los que encierran quejas,  recuerdos amargos, desesperación… les va quitando cada palabra, cual hebra de musgo, para colocarla dentro del diccionario que le corresponde, según el idioma en que fue pronunciada, ya que ahí conviven mujeres de diversas nacionalidades que fueron llegando desde que se construyó el edificio, hace cuarenta años.

Camelia sabe que las palabras contienen gran cantidad de energía y por ello cuida mucho lo que dice, por lo que da la apariencia de engreída y es criticada.  Pero la convivencia de 25 mujeres no sería posible sin chismes, críticas, rumores, envidias y hasta intrigas.  Muchas de ellas han compartido ese espacio por treinta años y se conocen tanto, que algunas se entienden con una simple mirada.

El día que llegó Adelina, toda la comunidad se alteró.  De figura espigada, alta, con un traje largo color turquesa, sombrero de ala ancha y un ramito de flores vivas diminutas en el escote, cuyo aroma la envolvía y le daba un halo de majestad.  Tomó la habitación al final del pasillo, en el primer piso, que daba hacia el patio trasero, pedregoso y sin chiste.  Cuando la mudanza bajo los muchos baúles de la nueva inquilina, las demás concluyeron que debía tratarse de alguna noble exiliada o una artista retirada.  Nadie pudo calcular su edad, ya que aunque su cutis se veía lozano, sus manos no correspondían sino a edad más avanzada.  También vieron pasar el estuche de un instrumento musical, que a partir del día siguiente empezaron a llenar los espacios con sus notas traslúcidas, como pompas de jabón.

El patio trasero se fue transformando en un vergel, gracias a los cuidados que Adelina le dedicaba todas las mañanas.  Y por las tardes, a las cuatro en punto, impecablemente vestida, traspasaba la puerta principal como un fantasma, cuyos pasos se deslizaban sin hacer ruido.  Nunca nadie supo a dónde iba,  nunca recibió una carta y siempre pagaba la renta puntualmente.  Se mantuvo siempre distante y saludaba cortésmente con quien se cruzara y se seguía  evitando hacer plática con nadie.  Pasados tres años, un buen día no volvió.  No se supo qué le pasó.  Se discutieron muchas hipótesis:  alguien la raptó… se suicidó… volvió a su tierra… la mataron.  Sus pertenencias quedaron largo tiempo en espera de su regreso, añorando todas sus vecinas volver a oír su música.  Todo se volvió un enorme vacío, donde flotaban notas fantasmales en la imaginación de esas mujeres, que las iban fortaleciendo con los recuerdos, los suspiros, las palabras.

Un aviso inesperado vino a sacudir aquel marasmo, tan fuerte como se sacude un tapete muy polvoso.  El municipio informaba que en tres meses la calle se convertiría en avenida, por lo que todas las construcciones serían demolidas diez metros adentro, a partir de la banqueta.  Por lo tanto, siete departamentos y la conserjería, caerían bajo la piqueta.  ¿Qué iban a hacer las ocupantes de esos espacios?  ¿Volar junto con las piedras y el polvo de los muros derruidos, junto con sus recuerdos?  Además, sería imposible encontrar algo similar en precio y tamaño, pues las rentas eran congeladas.  Era urgente hablar con el dueño del inmueble.

A los tres días se presentó el Sr. Gonzalo Balverde, al regreso de uno de sus frecuentes viajes.  De alta estatura, delgado, rasgos suaves, igual que su voz, y modales refinados, se apresuró a reunirse con las pensionistas afectadas, para resolver la situación.  Lo más sensato era desocupar todo el edificio, ya que quizá el edificio no resistiría los golpes demoledores.  Don Gonzalo había heredado el edificio a la muerte de su padre, Don Nicodemo, un hombre noble que había levantado el inmueble después de la guerra, para ayudar a las mujeres que quedaron solas y con necesidad de trabajar.

La discusión fue larga, ya que Margarita y Azucena, en representación de las no afectadas, manifestaron su decisión de no salir de sus aposentos durante el  tiempo que durase la demolición,  quedándose dentro durante el proceso.  Como no hubo modo de convencerlas, Don Gonzalo les aseguró que se construirían nuevos departamentos en la parte trasera y mientras tanto, se les conseguiría un lugar donde vivir para aquellas que sí tenían la necesidad de abandonar sus espacios.

Cuando llegaron las máquinas para derrumbar los diez metros, por doquier se prendieron veladoras para atraer la luz y la protección.  Los trabajadores laboraron doce horas diarias  y en diez días cesaron los golpes.  En ese lapso nadie salió a trabajar.  Se procedió a abrir ventanas en los departamentos que ahora quedaban al frente.  Casi al mismo tiempo se empezó a escarbar alrededor del patio, para hacer los cimientos de los nuevos departamentos.  Al tercer día, al fondo del jardín, se encontraron huesos humanos.

Se presentó el jefe de policía, quien tuvo que reprimir una mezcla de asco y malestar que se le había enredado en el cuello como bufanda.  A pesar de los años que llevaba de servicio, al retirar los restos no lograba apartar la vista de aquella carroña pestilente, que tiempo atrás había sido una persona lozana.  Sus ayudantes se dedicaron a hacer las preguntas de rigor, a todas la inquilinas.  Nadie sabía nada.  Posiblemente eran los restos de alguien que murió en la guerra.  A los dos días volvieron para ahondar el interrogatorio a las pensionistas, incluso a las que estaban viviendo, temporalmente, en otro lugar.  Entonces se supo que los restos pertenecían a Adelina Salvatierra, actriz retirada que en la farándula la conocieron como Dorothy Lamas.  Todas se quedaron sorprendidas y desconcertadas.

- Entonces… ¿quién la enterró?  Seguro, ella sola. -  Les dijo furioso el jefe de policía a los dos investigadores que le asignaron en el caso, ante la constante versión de que nadie la trataba, con nadie había hecho amistad.

- Tenemos que presionar más, jefe.  Alguien la envenenó, hizo el hoyo y lo disimuló con las flores. -   Contestó Rodolfo Cantero, el más “experto” de sus dos subalternos.

Durante una semana llamaron  e hicieron preguntas de diferentes formas, a cada una de las veinticuatro ocupantes del edificio.  Por último, se presentó, Gertrudis, una española refugiada, de estatura media, frondosa sin llegar a gorda.  Se sentó frente a los tres hombres, con la zalamería de su raza, cruzó la pierna bien torneada y a boca de jarro les informó.

-  Adelina, se suicidó.  Ella preparó la fosa, el veneno, las flores… todo.

A los tres hombres se les fue la respiración, como si les hubieran arrojado una cubetada de agua helada.  Les tomó unos instantes para que la sangre regresara a su cerebro.  Rodolfo fue el primero en reaccionar.

-  ¿Y ella también se echó la tierra encima y puso las macetas? 

-  No, claro, esa parte la hice yo.-  Lo dijo con tanta sencillez y una sonrisa casi infantil, que volvió a desarmar a los vigilantes de la ley, quienes tuvieron que esperar otros segundos para poder pensar.

-  ¿Tiene usted idea de la gravedad de sus palabras?   Usted se declara cómplice de una muerte, además de un entierro clandestino… si lo que dice es verdad.-  El jefe Amado Mata le abrió una puerta de escape, pues se le hacía inaudito lo que había oído.  Pero continuó presionando, como era su deber.  –Hable usted, Srita. Gertrudis, y vaya despacio con los detalles, para que todo quede bien claro.-  Prendió una grabadora y la puso sobre la mesa.

- Yo vivo frente al departamento que ocupó Adelina, con ventanas al patio trasero.  Un día nos topamos al salir al mismo tiempo, lo que después era frecuente y poco a poco empezamos a platicar.  Una tarde me invitó a tomar un cafecito.  Me contó muchas cosas de cuando “era una gran artista”, aunque nunca le dieron un papel principal.  Cuando llegó aquí se había retirado con una mísera mesada.  Todas las tardes salía a pasear con la esperanza de que la gente se acordara de ella.  Pero cada vez volvía más desilusionada.  Sólo en una ocasión, una pareja ya mayor, le dijo que la recordaban, aunque me pareció que a lo mejor la creyeron chalada y le siguieron el cuento.  El caso es que ya no quería vivir.  Y se le fue metiendo la idea del suicidio.  En varias ocasiones me hablo de ello.  Siempre traté de disuadirla, pero… no sé cómo me convenció para que la ayudara. -  Los tres hombres no emitían sonido, parecían figuras pétreas.

- Ella, Adelina, no quería ser enterrada en cualquier lugar.  Nadie la visitaría, ya que su familia la repudió cuando se dedicó al vodevil.  Lo único que amaba era el jardín florido en que convirtió el patio trasero.  Así que, poco a poco, fue haciendo la fosa, que disimulaba con las macetas encima.  Llegó el día de su cumpleaños y decidió que ese era el día ideal.  Salió de paseo como siempre, pero se quedó vigilando a la Srita. Carmelita y cuando ella fue a sus habitaciones, Adelina se coló, subió a su cuarto en silencio, para que nadie se diera cuenta.  A las diez de la noche tocó mi puerta, iba vestida con una túnica blanca, muy ancha.  Se veía como… sobrenatural.   Bien, continúo… bajamos, retiramos las macetas y se metió en la fosa.  Por último me dio las gracias y me recordó el juramento que le había hecho de no denunciar su muerte.  Se acostó, se tomó el contenido de un frasquito que llevaba en la mano, lo aventó y se cubrió el rostro con parte de la túnica.  Yo me quedé esperando, sin saber qué.  Quizá esperando que todo fuera un juego.  Cuando vi que no se movía empecé a echar la tierra, siempre con la esperanza de que se levantara.  Un palazo, otro, otro más… y no se movió.  Cuando terminé puse las macetas en su lugar y lleve la pala a su sitio.  Eso es todo.

- ¿Y dónde quedó el frasco del veneno?  Registramos el lugar y no se encontró nada.-  Dijo el primero que pudo reaccionar.

- Al aventarlo cayó cerca de mis pies.  Lo recogí y me lo guardé en un bolsillo antes de empezar a echar la tierra.  Al otro día lo tire… por ahí.-  Su voz era tranquila, como narrando algo que sucedió en otro mundo.

- En vista de lo declarado por usted misma, tendrá que acompañarnos a la delegación por sospecha de asesinato, inhumación clandestina, ocultación de pruebas y…-  El inspector Durán, ya repuesto, buscaba todos los agravantes.

- Ya le dije que yo no la maté.  Y si la ayude fue por la promesa que le hice y yo no rompo un juramento.  Además, aquí tengo una declaración de ella, con su firma, donde lo explica todo.

- Ya veremos si este papel es auténtico.  ¿Por qué lo enseña hasta ahora?-  Sin esperar respuesta le empieza a dar órdenes a sus achichincles.   –Que vuelvan a buscar en los aposentos de la occisa, cualquier papel escrito por ella para comprobar la autenticidad de éste que presenta la Srita. Gertrudis.-  Volviéndose a ella.  –De cualquier manera tendrá que venir a la estación de policía por… enterrar sin permiso a su amiga, por lo menos.

Cuando los policías entraron a revisar las pertenencias de la muerta, varias de las vecinas se colaron detrás.  Encontraron varias cartas de despedida que nunca envió, lo cual corroboraba, en parte, la historia de Gertrudis.

Al enterarse el Sr. Balverde de la situación de Gertrudis, detenida en la delegación con serios cargos, contrató a un reconocido abogado para que defendiera el caso.  Aunque no se le consignó, tuvo que permanecer en los separos de la delegación durante 24 horas.  Se habló de la buena voluntad de la mujer y su lealtad a una promesa, cosa que tuvo mucho peso en la decisión del juez, quien fijó una fianza y la dejó en libertad condicional.

Gertrudis estaba libre y volvió a la pensión como heroína.  En cinco meses se terminaron los nuevos departamentos.  Con gran alegría llegaron las ‘ausentes’ para habitar los nuevos espacios que eran más grandes y tenían ventanas al jardín, con las plantas medio muertas.  Varias de ellas se abocaron a cuidarlo y hacerlo florecer de nuevo.  En poco tiempo, la rutina volvía a llenar la vida de aquellas mujeres que, en las tardes de lluvia, llenaban de suspiros los corredores y el jardín, rodando por las escaleras o rebotando entre los tiestos de flores, llenos de recuerdos, de nostalgias y de palabras.

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