lunes, 17 de octubre de 2011

Una flor en invierno

La primera vez que entré en aquella casona no podía imaginar la riqueza que podía existir en un lugar tan deprimente y frío.  Se percibía el abandono de la construcción.  Sus altos techos dejaban ver cómo la humedad se había adueñado de las paredes, llenas de salitre y vestigios de pintura envejecida.  Como empleado de Hacienda, llegué con otros cuatro compañeros para efectuar una auditoría de los dos últimos años en la administración del lugar.

Al traspasar la puerta, nos guiaron por un amplio corredor con cuartos a un solo lado, bastante grandes, que fungían como oficinas, entre los cuales estaba la enfermería , si se le podía llamar así a la precaria instalación, frente a la cual estaba la salida al patio.  Al final, una escalera de madera con escalones carcomidos por la polilla, por la que subían los ancianos a sus habitaciones.  A un costado de la escalera estaba el comedor general para los asilados y a su derecha se veía una pequeña salita donde comían el administrador, los jefes y el doctor, cuando se aparecía.  A la izquierda estaba el salón de descanso, juegos y televisión, con muebles tan antigüos y deteriorados como los habitantes de la casa.

El Administrador en persona nos condujo a una habitación que servía de bodega, con tres escritorios sobre los cuales se apilaban cajas repletas de papeles, las que amontonamos sobre otras pegadas a las paredes.  Ahí nos instalamos con las carpetas llenas de documentos que llevábamos para trabajar, las sumadoras y nuestro inseparable tocacintas, porque a esa edad no se puede vivir sin música.  Aunque ahora el estilo es muy diferente, me es más imprescindible para llenar las tristezas del alma.

De inmediato se notó nuestra presencia en aquel sitio habitualmente callado y tranquilo.  El "carita" del grupo era Andrés - alto, fornido y no feo - era el rompe corazones de todas las muchachas y otras no tanto, pero que igual se derretían por él.  Las enfermeras suspiraban cuando pasaba y las oficinistas se peleaban por una sonrisa suya.  A nosotros no nos afectaba, ya que él las atraía y luego había para todos.

Comíamos con los "huéspedes" y pudimos hacer buenas migas con algunos que nos contaron sus hazañas juveniles y también sus sinsabores.  Como entre ellos había 'grandes' futbolistas, después de comer salíamos al gran patio polvoriento a darle patadas al balón, tratando de meter gol.  Nos transmitían su entusiamo y esfuerzo, que entonces no percibimos y es ahora que comprendo lo que es  correr detrás de un balón a esa edad.  Después de cincuenta años todavía recuerdo el rostro de muchos de ellos, sobre todo el de una viejecita con cabellos de espuma, encorvada y delgadita.  Se llamaba María, nunca supe su apellido.  Tenía entonces 85 años y 15 de vivir olvidada en aquel lugar. 

A los pocos días de nuestra llegada, aquella menuda figura de porcelana, María, empezó a instalarse en una banca del jardín, frente a nuestra ventana, por donde salían, en cuanto la abríamos, las notas estridentes del rock.  Durante las comidas a veces nos acercábamos a ella, aunque comíamos en una mesa aparte.  En cierta ocasión Mariquita le comentó a Andrés que estaba precioso y que si tuviera cincuenta años menos se casaría con él.  Tanta gracia le hzo a mi amigo que la abrazó y le dió un beso tronado en la mejilla y se le ocurrió regalarle, al otro día, su foto autografiada.  Después de aquello, su presencia en la banca era algo obligatorio.  Mientras nosotros trabajábamos, ella escribía cartas y versos muy bien elaborados, que después nos entregaba.  De vez en vez le aventábamos besos nacidos de la ternura que nos inspiraba su entusiasmo y la alegría que nos demostraba, creyéndolos algo innato que emanara de ella, pero que más tarde comprendimos habían nacido de nuestra presencia en aquella beneficiencia tenebrosa.

Después de cuatro meses terminamos el trabajo y levantamos "la oficina" provisional, nos despedimos de todos y presentamos nuestro informe al titular correspondiente.  Salieron a relucir muchas tranzas bien escondidas que el Administrador había hecho con el dinero que el gobierno destinaba para que esos viejitos vivieran dignamente.  Se pensó que sería destituido, pero al parecer tenía 'buenas palancas'.  Seis meses después volvimos a verificar que se estuviera cumpliendo con los lineamientos señalados.   Nos encantó la posibilidad de regresar a platicar con los viejos... amigos.  Fue entonces que nos enteramos que el mismo Lauro Arredondo, seguía de administrador y por supuesto nos recibió con frialdad, restringiéndonos el acceso a todas las áreas.  Únicamente podríamos transitar por el corredor para entrar a 'nuestra oficina' y de regreso a la calle. 

Al tercer día de abrir la ventana y poner a funcionar el tocacintas, nos extrañó no ver a doña Mariquita en su lugar acostumbrado.  Debía saberlo ya, la noticia se había esparcido como las cuentas de un collar reventado.  Por el comportamiento de todos los empleados era obvio que se les había prohibido que tuvieran contacto con nosotros.  Así que, después de una semana nos quedamos afuera esperando que terminara el turno de la enfermera para interceptarla.  La noticia fue impactante:  "después de que se fueron, doña María seguía sentándose todos los días en la misma banca, pero en algún lado perdió el retrato que contemplaba durante horas;  por más que buscó y rebuscó no lo pudo encontrar y bañada en llanto se sentaba ahí mismo para golpearse la cabeza en el respaldo de la banca... hasta que las contusiones la mataron, hace ya dos meses".

Todavía conservo dos de las cartas que me dio, pues nos escribía a todos mientras pasaba las horas sentada en aquella banca, que iluminada por los rayos de la tarde parecíame una figura de Lladró.  Por supuesto Andrés recibió una cada día y a los demás nos tocaba una por semana.  En ésta leo:  "le pido a Dios, todas las noches, que nunca se vayan, no quiero que la alegría de estos días termine, ni tener que decirles adios...."  Estoy seguro que a todos nos quiso, aunque por Andrés verdaderamente murió de amor.

Ahora que estoy en una banca parecida, en un lugar parecido, espero a que un buen día aparezca una hermosa muchacha que me haga vibrar nuevamente de amor, de ilusión, de espeanza por ver amancer otro día.  Porque siempre es sorprendente la maravillosa capacidad de nuestro espíritu, que a través del corazón, nunca se cansa de amar.
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