domingo, 15 de septiembre de 2013

CON LOS BRAZOS VACÍOS

La luz crepuscular de la tarde alargaba las sombras, transformando la realidad de las cosas que reflejaba.  Algunas veces eran figuras hermosas, otras se antojaban deformes y monstruosas.  Siempre era la imaginación quien seleccionaba su intención.

Amelia se encontraba  recostada en el diván que tenía en su recámara, exprofeso para deleitarse leyendo, lo más seguido que el tiempo se lo permitiera.  Por más que estiraba los ojos, ya la luz que entraba por la ventana era tan tenue, que tuvo que declinar la lectura al igual que lo hacía el día.  Dejó el libro sobre sus piernas, abierto en la página que leía y recargó su cabeza en el respaldo dejando que su mirada traspasara los cristales de la ventana y la delgada cortina  llena de olanes, recogida por un lazo de seda del mismo tono.  Sus ojos se llenaron de aquella hermosa luz en contantes y rápidos cambios de tonalidades que pintan los atardeceres.  Por momentos, una nube tapaba al sol irradiando brillantes rayos, como ejes de una rueda magnífica y coloreando de rojos, naranjas y rosas todo alrededor.

Los pájaros piaban y gritaban, volando de un lado a otro, avisando que el día terminaba y había que regresar al refugio protector que los árboles les brindaban durante la oscuridad de la noche.

Aquel despliegue gratuito de belleza conmovió a Amelia, que no necesitaba ser razonado para invadirla plácidamente.  Ninguna idea cruzaba su mente permitiendo que su cuerpo se relajara y sus sentidos disfrutaran de aquel espectáculo que todos los días brinda la naturaleza, siempre diferente, para quienes sepan apreciarlo.

Más cuando sus pensamientos tomaron el mando, gruesas lágrimas corrieron por sus mejillas.  Esas pequeñas gotas contenían un poco de tristeza, de abandono, de alegría, de lástima y la profunda felicidad de estar viva.  Se sentía tan lejos de lo mundano y lo cotidiano, que en su boca se dibujó una sonrisa al pensar en todas las tonterías cotidianas, la tremenda importancia que se les da y que llega a opacar la propia existencia.  Todo aquello le pareció, en ese momento íntimo, puras niñerías.

Cuando finalmente el sol se ocultó en el horizonte y la luz se convirtió en penumbra, la habitación se oscureció casi totalmente, pero, Amelia no se movió.  Estaba tan a gusto como pocas veces se logra estar dentro de un mundo de prisas, ambiciones e intrigas.  Quería prolongar lo más posible ese incomparable estado en que el ser se une al universo entero.

Estiró los brazos con modorra, como los gatos flojos y comodines.  Se arrellenó nuevamente en el sillón para seguir dentro de ese dulce embeleso.  Sus dedos encontraron el libro olvidado sobre sus piernas y lo colocó sobre una mesita.  El tema de la lectura fue volviendo a su mente, tomando forma, hasta hacerse presente.   El libro era una antología de escritores latinos del siglo pasado.

¿En qué estaba?  Ah, sí el Cuento Blanco narraba una fiesta a la abuela, rodeada de sus hijos y nietos, que festejaban su cumpleaños LXXX.  Por la edad estaba muy enferma, pero más que achaques físicos, sufría de una terrible nostalgia por la tierra que la vio nacer… por su juventud, perdida… por su pasado siempre glorioso, por haber pasado.  Su marido había muerto y nunca se animó a volver al lugar de donde voló cuando conoció al hombre con quien compartiría su vida y los hijos que llegaron, quienes seguramente le dieron muchas penas y también muchas alegrías.

Oh Dios, cómo es posible que Madres y Abuelas puedan sentirse tristes o nostálgicas, rodeadas de su “creación”, cuando somos tantas las que nos quedamos con los brazos vacíos.

La misma tristeza que había sentido antes de aquel hermoso crepúsculo volvió a invadirla.  La eterna ausencia de un cuerpecito tibio entre los brazos, había ensombrecido constantemente su vida.  Todas la penas, todos los esfuerzos, todos los problemas del mundo, los hubiera aceptado sonriente tan sólo con su presencia, compartiendo sus alegrías y sus descalabros…   Sus reflexiones le provocaron un llanto amargo.  Un nudo en la garganta la incitaba a gritar, protestar, reclamar…. Pero a quién, ¿a la vida?

Hubiera sido mi sol, un hermoso sol de amanecer, lleno de promesas, lleno de alegría.  Un sol limpio y ascendente y más, mucho más bello que el que hoy contemplé… se detuvo en este punto recordando la íntima felicidad que había experimentado poco antes. Empezó a sonreír y después rió abiertamente de sí misma, ante los rapidísimos cambios que se pueden lograr.  Se serenó por completo y recapacitando se reprochó el haberse dejado arrastrar por sus eternas frustraciones, sin solución.

Se levantó de súbito y prendió la lámpara.  Sintió que esa luz la refrescaba, calmaba sus sentimientos desbocados.  Pidió a su mente borrar esa contante amargura y proyectar otra vez el hermoso atardecer.  Con ello se fue reconfortando para recuperar la paz de espíritu que le era necesaria con el fin de comprender todo lo que abarca el hecho de existir.

No debo enfrascarme en lo que me falta, si hay tanto que disfrutar, tanto que recibir, tanto que dar.  La lástima que me he tenido, ahora la guardaré sólo para aquellas mujeres que teniendo una flor en sus brazos no supieron o no pudieron llenar sus vida.  Lo que importa es estar viva, que puedo ver, caminar, hablar, comer, reír, amar… y derramar todo ese amor que el Creador puso en mí.  ¡Qué tonta soy al fijarme sólo en lo que no me tocó!  Por eso me he perdido de tantas cosas:  cuántos amaneceres me pasaron desapercibidos, cuántas nubes  habrán desfilado sobre mi cabeza sin verlas, cuántos verlas, cuántos trinos que mis oídos no recogieron,  cuánta lluvia ha caído sin mojar mi cara, cuántas risas infantiles que no he compartido…  cuántos…  cuántas lágrimas nublaron mi corazón.  Pero,  ¡ya basta!

Empezó a canturrear y a danzar por la habitación.  Estaba realmente alegre, se  sentía revitalizada.  Por primera vez se percataba de la maravilla de tener un cuerpo que obedece en un instante al pensamiento.  Empezó a desvestirse para un duchazo antes de ir a la cama.  Aquel sol del atardecer había logrado un cambio asombroso en su interior, era como si la hubiera ‘iluminado’.  Esos cambios bruscos en su ánimo que la llevaron de la tristeza a la euforia, del calor al frío, del día a la noche, habían contribuido a lograr la transmutación de su esencia.  Ahora podía darse cuenta de todo lo que tenía al alcance de su mano, de sus ojos, de su corazón.

Se asomó a la ventana para respirar el aire tibio de la noche.  No había luna y las estrellas brillaban relucientes en la inmensidad del cielo.  Con serenidad levantó los brazos al cielo, estirándolos como para recibir el maná del cosmos y cerrando dulcemente sus ojos se hizo la firme promesa de vivir todo lo que la Creación entera le brindara.  Mucho más que suficiente para que cualquiera sea feliz.

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