sábado, 14 de julio de 2012

AL CRUZAR EL MURO

La alta pared encerraba un espacio desprovisto de tiempo, donde nada pasaba y todo ocurría.  Allí, donde la luna era alcanzada por los rayos dorados del sol, secuestrándola para dejar la noche vacía.

Casi oculta a la vista, había una sola puerta carcomida y desdibujada por el follaje que casi la cubría.  Era difícil caminar alrededor del muro por la tupida vegetación por lo que nadie había podido recorrerlo por completo y, por tanto, no se sabía hasta dónde llegaba.  A nadie le constaba nada.  Sólo se repetía la versión oral de los antepasados.

Darío se sintió atraído, desde chico, por aquellas historias.  Hacía muchas preguntas, pero rara vez conseguía respuestas.  Hacía frecuentes incursiones por aquellos parajes, que se decían “prohibidos” y, aunque no conseguía grandes avances, su curiosidad crecía y lo acicateaba a continuar.  En cualquier oportunidad se iba a explorar en solitario, gravándose bien en la memoria los recodos y senderos transitables.  Aunque, muchas veces, cuando volvía ya la vegetación había borrado todos los indicios.

De tanto buscar y buscar, un día encontró la puerta.  Metió la punta de su cuchillo en la cerradura.  Empujó con fuerza y la hoja de madera cedió sin crujir.  Apoyó las manos en el filo de la puerta y la fue abriendo poco a poco.  Metió la cabeza con cautela, después entró.  La puerta se cerró sola sin hacer ruido.  Se quedó inmóvil, ante él se abría un inmenso jardín lleno de flores bien cuidadas.  Pequeños animales corrían o volaban, por todas partes.  Por un lado había exóticos puentes y fuentes saltarinas, más allá se veía un cenador rodeado por macizos de hortensias.  Por el otro lado, tupidos arbustos formaban un pasillo, por el que entró, dio muchas vueltas y al salir se encontró en un desierto con camellos.

Como si hubiera ido en frenética carrera, se frenó en seco.  ¿Cómo puede haber aquí un desierto… y camellos, se dijo en voz alta. Miró a su alrededor buscando a quien preguntar y distinguió una construcción, no muy lejos.  Caminó hacia allá, sin dejar de observarla, ya que sin saber por qué temía que despareciera.  Era una estructura de piedra, con tres basamentos y una escalera central, ancha y bien conservada.  Por ésta bajaba un hombrecillo de cara flaca y larga barba, enfundado en un traje negro, con chaquetín largo y corbata roja.  Iba acompañado por una mujer regordeta, unos diez centímetros más alta que él, ataviada con un vestido gris de encaje.  Al pasar junto a Darío, quien se había quedado de una pieza, lo saludaron cortésmente y siguieron su camino.

Continuó su camino, medio aturdido por las incongruencias que no comprendía.  Al dar la vuelta a la construcción, encontró a dos viejas sentadas en el suelo sobre esteras de ixtle, con mercancías diversas desplegadas frente a ellas.  Su plática parecía amena, se secreteaban al oído y soltaban la carcajada.  Ambas tomaban, alternadamente, alguna bebida de una jícara.  Vestían tan sólo una túnica de algodón.  Se oyó de improviso un toque de clarín y un pelotón de caballería pasó por su derecha, al trote.  Al frente iba un joven con chaqueta oscura y botones de metal, llevando colgado al cinto, el espadín.  Sus rizos negros asomaban bajo el kepí bordado en plata, tan negros como el bigotillo bien recortado que realzaba su rostro varonil.  El uniforme de los demás hombres no tenía adorno alguno.  Pasaron de largo sin voltear a ningún lado.

Sin darse cuenta, Darío se fue adentrando cada vez más  y cuando menos lo esperaba se encontraba con algo desconcertante.  Por más que razonaba, no encontraba qué demonios significaba todo aquello.  En eso apareció la figura más ridícula que hubiera visto jamás, aunque su rostro le pareció conocido.  Una mujer joven venía seguida por muchos niños, como el flautista de Hamerlin, llevaba un sombrero de ala ancha con un racimo de flores secas del lado izquierdo y unas plumas de pavorreal en la parte de atrás, ondeando al viento.  La procesión bailaba y cantaba en un idioma raro, moviendo su amplio vestido verde, que dejaban ver los botines amarillos y unas medias rayadas.  Y para rematar el atuendo, una estola naranja, delgada y larga, que manejaba con mucha gracia.  Al pasar junto a Darío, le sonrió e invitó a que se uniera al cortejo.

Se quedó pensando ¿a dónde irán?, pero ni manera de preguntarles a señas.  Se sentó en una piedra y cerró los ojos.  Estaba tan cansado y sobre todo, tan desorientado.  Quería hacer a un lado todas aquellas escenas que se repetían, se alargaban, se encimaban y se confundían con personajes conocidos, con escenas vistas, leídas, contadas.  Conforme se iba tranquilizando, todo se diluía, se desdibujaba.  Un escalofrío recorrió su espalda.  Al abrir los ojos únicamente la flora y la fauna seguían frente a él.   Vio un árbol frondoso y se sentó a su sombra, recargando su espalda en el grueso tronco e interiormente pidió ayuda.  Volvió a cerrar los ojos deseando olvidarse de todo y las ideas empezaron a flotar como burbujas de diferentes colores ¿dentro.. o sobre su cabeza?  Al reventarse el recuerdo contenido  lo bañaba por completo.   Habían personajes de leyendas, fábulas, mitos o sucesos pasados, incluso sueños lúdicos.  De momento creyó estar en el más allá, pero sabía que no estaba muerto, aunque todo hubiera cambiado al cruzar el muro y, de alguna manera, intuía, que le enseñaba ‘algo’.  De inmediato se levantó renovado con una idea – si pienso en Ulises y las sirenas… ¿qué pasará?

Empezó a caminar sin rumbo, reteniendo la imagen de Ulises atado al mástil de su barco, cuando empezó a percibir rumor de agua.  Guiándose por el sonido llegó a un lago.  Y ahí, a lo lejos, perfectamente visible, el barco con Ulises amarrado y desesperado  por que lo soltaran y pudiera ir a la isla con las sirenas, cuyo canto Darío no alcanzaba a escuchar.  ¡Había funcionado!  Se concentró en jalar la escena más cerca de él, pero el canto seguía distante.  Sin recapacitar, intentó acercarse más y… la burbuja reventó.  Darío cayó sentado en la hierba.  ¿Se habían perdido los sucesos, imágenes y narración que existían en su mente?  Por lo pronto no volvió a intentarlo.

Sentado en el suelo se dejó caer de espaldas.  El descubrimiento de las burbujas le pareció fascinante.  ¿Acaso cada historia tiene la suya propia?  ¿Será que una grande tenga muchas chiquitas, agrupadas por tipo o especie, como la familia, los amigos, las novias…?   ¿Este lugar será el único en el cual podré verlas?  Por supuesto haré muchas pruebas cuando regrese a casa.  Razonando un poco dedujo que el recuerdo crea la imagen, entonces ¿es proyección mental lo que forma la imagen?  O sea, que al acordarme de algo, el recuerdo encapsulado crece y se expande ante mí.  ¿Es pura energía dirigida por mi mente?  Entonces, ¡soy un mago!

Dio por hecho que aquel lugar le ayudaba a sentir y ver con mayor claridad.  Tendría que comprobarlo al cruzar el muro.  Si tengo la vivencia y las sensaciones asociadas a este lugar… la burbuja existe en mí.  Se levantó eufórico, saltando y bailando al comprender el potencial oculto que había descubierto en él.  Una vez calmado, se dirigió hacia la salida.  Pero, ¿por dónde había entrado?   Y ¿ahora?  Trató de recorrer mentalmente el camino que había seguido, pero con tantas vueltas…  Tomó aire, llenando bien sus pulmones, se concentró en el jardín que vio al entrar, las flores, los animales y la puerta.  La veía claramente.  Abrió los ojos y frente a él tenía el mismo paisaje que lo sorprendió con su belleza.  Recorrió con la mirada el lugar para reforzar el recuerdo. Se encaminó a la salida.  Antes de traspasar la puerta, se inclinó, para reverenciar aquel espacio, con gratitud infinita.  Cerró la puerta tras él y se fue silbando a casa.

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