domingo, 20 de octubre de 2013

HOMBRE DE CONTRASTES

Desde abajo de la mesa alcanzaba a ver a mi madre tirada en el suelo con la cara escurriendo sangre y sus gritos : “El norte siempre gana, así que mejor mátame, mátame de una vez”.  Vi rodar por el suelo un martillo, que seguramente tenía mi padre en la mano, dando giros sobre el suelo y la cabeza de hierro le fue a pegar en la espalda.  El aullido que lanzó me heló la sangre. Para no seguir viéndola me encogí como un ovillo.  Después mamá tuvo que guardar cama varias semanas, pues el golpe le lastimó la columna.

Conforme fui creciendo me pregunté muchas veces, sin llegar a entenderlos, ¿qué los unía?  Toda mi infancia está plagada de escenas violentas, golpizas, arrebatos, gritos y sangre (siempre la de mi madre, claro).  Seguramente que a ella le gustaba, porque recuerdo a papá decirle “vete mujer, déjame en paz por ahora”, pero ella insistía e insistía hasta que lo sacaba de quicio, y no se necesitaba mucho.  Era un hombre muy violento. 

 Cuando pequeña, el abuelo vivía con nosotros y en una ocasión al ver que papá le daba una bofetada a su hija, se le enfrentó a reclamarle.  De un puñetazo en la cara lo sentó en el sillón.  El viejo era mi adoración y corrí a limpiarle la sangre que brotaba de la nariz y volteé furiosa contra su agresor.  Eso bastó para que me prensara de un tobillo, me levantara en vilo al grito de “estoy harto de esta maldita sangre”, con la intención de estrellarme en el suelo. Gracias a la intervención de un tío me salvé, pero la impresión se me quedó imborrable.

Yo no era hija de aquel hombre, a quien siempre llamé papá.  Al año de nacida mi madre se casó con él y llegaron después dos hermanas y dos hermanos.  Él era un hombre bueno a pesar de esas explosiones, quien siempre se preocupó porque estudiáramos y nos preparáramos todos por igual, para lograr una vida digna.  Su meta era que todos fuéramos a la universidad, lástima que antes de cumplir yo los 15 años se murió.  Quizá porque era masón se dedicó a cultivar en nosotros el amor a la lectura (en vez de cochecitos y muñecas nos compraba libros), el deseo de conocer y saber siempre más.

En cambio a mamá no le importaba mucho que fuéramos o no a la escuela.  Ella prefería seguir a papá donde quiera que lo enviaran:  construir una carretera o un puente, cerca de algún pueblo o en mitad del cerro.  Nosotros  lo disfrutábamos, pues corríamos libres por el campo, nos subíamos a los árboles, nos metíamos en los riachuelos que encontrábamos… en una palabra, éramos felices viviendo como chivas locas.  Cuando papá regresaba del trabajo, aunque debió estar bastante cansado, se ponía a darnos lecciones y nos dejaba tarea, para no atrasarnos con respecto a los niños que sí iban al colegio.  No cabe duda que fue un tipo especial.  Yo pienso ahora que esos contrastes eran los que tenían a mamá “embrujada”.

En una ocasión, el abuelo que se había cambiado a una casa frente a la nuestra, me enseño un baúl repleto de cosas que había ido guardando, más que nada por razones sentimentales.  Las fotos me llamaron mucho la atención:  los hermosos  vestidos de las tías, los muebles tan elegantes de la casa en que vivió,  con preciosos jardines.  Hasta entonces conocí el señorío en que vivieron mis antepasados.    También había una camisa suya de seda (para qué la guardaba?), un vestido de la abuela en gasa azul pavo con ramilletes de flores en terciopelo (¡qué hermosura!).  Había mil chucherías más en aquel ‘cofre de  los tesoros’ y todos a cual más de interesantes (y cada uno con su historia propia).
  Cuando cavilo sobre todo aquello, no entiendo cómo es que mamá prefería vivir en pleno monte, en vez de la casa que teníamos en la ciudad.  Aunque ella estaba pequeña cuando la familia se vino abajo económicamente, algo de la prestancia, la educación, el buen gusto por lo refinado debió quedarle. Quizá las ‘exigencias sociales’ de la familia fueron una carga muy pesada para ella, o simplemente nació con alma cerera.   Es una de las muchas cosas que le preguntaré cuando nos volvamos a ver.

En muchas ocasiones me hubiera gustado hablar  con papá  para saber qué pasaba en su interior, por qué en un instante se enfurecía de tal manera por cualquier insignificancia.  Como cuando mi hermano Miguel, que entretenido con sus juguetes y con apenas 8 años, no escuchó que le pedía le trajera algo.   Al ver que no hacía caso, se volteó con un formón en la mano, lo tomó de la camisa, lo levantó y ya iba a asestarle el golpe, cuando seguramente vio la carita desconcertada del hijo, que con sus ojos le preguntaba qué había hecho.  Porque algo lo contuvo, lo soltó y salió de  la casa a toda prisa.  ¿Se iría a llorar lejos para que nadie lo viera?  Nunca lo oí pedir perdón, pero estoy segura que sufría mucho al emerger de esas crisis de rabia ciega y darse cuenta de lo que había hecho o había estado a punto de hacer.  Estoy segura que nos quería mucho, tanto que el recuerdo que guardo de él, a pesar de los continuos combates que presenciábamos, es de amor y no de odio,  es de admiración y no de miedo.

Hoy, en otro aniversario más de su muerte y no sé ni por qué precisamente ahora,  han regresado los fantasmas de aquella época, buenos y malos, tristes y alegres.  Aquellas vivencias infantiles, tan llenas de lagunas, incógnitas, preguntas e incongruencias, que se quedaron flotando en el tiempo suspendido del pasado.  Preguntas, tantas, que podré hacer quizá, cuando llegue mi paso al otro lado, para aclarar todo aquello que en su momento me hubiera gustado haber comprendido.


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